Los Matusalén del campo

“El susurro del olivar tiene algo muy secreto e inmensamente viejo. Es demasiado hermoso para atrevernos a pintarlo o poder imaginarlo.” Palabras con las que Vincent van Gogh en una carta a su hermano Theo intentó describir su gran fascinación por los olivos. Por un árbol que no sólo le impresionó, sino que parecía causarle hasta respeto. Y aún así o justamente por eso el celebre pintor neerlandés al final sí lo pintó. No sólo una vez, sino hasta en 20 ocasiones. Docenas de cuadros en homenaje a este árbol tan monumental y vetusto, con una especial personalidad y un porte majestuoso. Van Gogh lo describió así: “El follaje de plata vieja y plata verdeando contra el azul. Y la tierra labrada, de un tono anaranjado… ¡algo tan fino, tan distinguido…!”

Es una fascinación de la cual nadie que se acerca a un campo de olivos puede escapar. Ya siendo jóvenes, el color verde de sus hojas que se asemeja a plata en el vaivén del viento y sus troncos de un gris plateado hablan de vitalidad, aguante y armonía. Con los años, el árbol cambia su fina costra por una corteza rugosa, llena de nudos y cicatrices, un abrigo de un sinfín de tonalidades grises, un tronco capaz de los más increíbles giros y torsiones.

No importa si se le corta el tronco, o sea su arteria vital, reduciéndolo a un tocón, siempre sacará adelante nuevas ramas. Y aún siendo de una madera dura y densa, cada primavera permite que se abran camino los brotes más tiernos.

Si se le deja, el olivo crece hacia arriba y hacía abajo, estira los brazos hasta una altura de 15 metros en dirección cielo, y clava sus raíces hasta siete metros en el suelo. Si se le cruza un obstáculo como una roca, no importa, lo rodea, agarrándose a ella como clavo adicional. Pero lo que más impresionan no es la estatura o el diámetro de su tronco que puede alcanzar casi diez metros. No, lo que realmente le hace único entre los árboles es su longevidad.

Son muchos los países del Mediterráneo que aseguran tener el olivo más vetusto del planeta – entre ellos el Líbano con un monumento de árbol que estiman tiene unos 5.000 años de edad, Grecia con un ejemplar de 4.000 años, Israel con un olivo de la misma edad o Portugal con un precioso representante de unos 3.350 años. Y claro, tampoco puede faltar España en la lista de los hogares preferidos por Olea europaea. El más viejo de ellos se encuentra en la provincia de Tarragona y tiene 1.750 años en su corteza, el más cercano a Sharíqua está a muy pocos kilómetros en el campo de Segorbe: La Morruda, un imponente olivo de unos 1.500 años de edad.

Hoy día el olivo, ese árbol mágico y lleno de simbolismo, se ve muchas veces reducido a su producción agrícola, a esas apreciadas aceitunas que acompañan millones de cervecitas, y sobre todo a un manjar igual de sabroso que saludable: el aceite de oliva virgen. Un aceite obtenido de frutos con nombres tan caprichosos como Picudo, Arbequina, Cornicabra o Empeltre, que, prensados en frío, sacan a la luz un líquido cuyo color oscila entre el más intenso dorado y un misterioso verde oscuro. Sobre el aceite de oliva se han escrito y publicado miles de páginas, alabando sus cualidades: Ayuda al corazón a mantenerse sano y remite al colesterol a sus límites, favorece la digestión, ayuda en la lucha contra la artritis… y es un fantástico antioxidante. Así no es de extrañar que también se encuentra en un sinfín de productos cosméticos…

Lo dicho, si hoy el olivo es sinónimo de productos sanos, en su larga historia ha sido cargado de simbolismo y fue de mucha importancia para grandes civilizaciones. El olivo era el árbol sagrado de la diosa Atenea, fue venerado como símbolo de la paz, la felicidad y la sabiduría. Sus ramas lucen en la bandera de la ONU, su aceite servía tanto para convertirse en una llama iluminando las casas como para cuidar el cuerpo, la madera daba calor y hasta hoy en día se presta para la producción de diferentes artilugios – utensilios de una enorme duración y un fino veteado.

En fin, el olivo es pura fascinación y es fácil comprender que era uno de los objetos del deseo de Van Gogh: “Olivos tienen un carácter muy fuerte y me esfuerzo mucho en capturarlo. Es plata que a veces tiende a azul o verde, colores de bronce o casi blanco sobre un suelo amarillo, violeta o naranja y hasta un ocre de un rojo romo… Quizás algún día haré algo muy personal de esto, al igual como lo hice con los girasoles para los tonos amarillos.” ¡Y cómo lo hizo!

 

Faena de fuertes féminas

 

Foto Carlos Sarthou
Foto: Carlos Sarthou. Archivo: Vicente Asensio Hervas

Es uno de los lugares donde las paredes -o los techos, o el cielo- han oído mucho, muchísimo. Y esto desde hace siglos. Los lavaderos pertenecen a la historia de los pueblos y sobre todo a la de las mujeres. Desde antaño, y en algunos lugares hasta hoy en día, no sólo han servido para lavar la ropa y los trastos voluminosos, sino también durante mucho tiempo fueron un importante lugar de encuentro para las mujeres. El centro cívico femenino donde sobre todo se trabajaba muy, muy duro, pero también se disfrutaba de la compañía de las demás, se charlaba, se intercambiaban las últimas novedades del pueblo, se buscaba y se daba consejos. Se reía, se comía, se cantaba…, en fin, todo lo que puede ocurrir a lo largo de un día. Porque a menudo las coladas duraban horas y horas…

Si la Real Academia define lavadero como “lugar utilizado habitualmente para lavar” bien hace, porque no siempre se trataba de un sitio especialmente adecuado. A menudo era el propio río o arroyo que pasaba por el pueblo, la acequia, un pozo o una fuente que sirvieron para emplearse a fondo contra polvo, manchas, grasa y demás. 

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A este pequeño mundo las mujeres solían venir cargadas no sólo con ropa sucia. También había que traer el jabón hecho en casa con sosa y grasa, cepillos y hasta raspadores. Y ya empezaba la ardua faena de restregar, enjuagar, enjabonar, frotar, clarear, retorcer, escurrir… Para blanquear la ropa, a veces se enjabonaba y se colgaba al sol durante todo un día para luego aclararla. Pero no siempre con este proceso se lograba el resultado esperado y entonces tocaba una faena aún más agotadora: la colada. Y es que aunque hoy se habla de “hacer la colada” como si de un simple lavado se tratara, originariamente “colar la ropa” significaba otra labor bien distinta.

Para limpiar y blanquear la ropa se aprovechaba la ceniza y su efecto “lejía”. Un proceso que era llevado a cabo en casa y para el cual se precisaba de muchas manos ayudando y de un coladero en forma de cesto de mimbre, cuba, tinaja, tina de piedra o incluso de un tronco de madera vaciado. Una faena fatigosa que en un libro de escuela para niñas de principios del siglo pasado se describía así:

La colada se hace, ordinariamente, como sigue: en un colador (generalmente una cuba de madera), con un agujero lateral cerca del fondo, se pone la ropa, pieza por pieza, lo más extendida posible. Se cubre la tapa o boca del colador con un lienzo fuerte y sin agujeros, y sobre ese lienzo se pone ceniza vegetal reciente y limpia de carbón. Entonces se echa agua caliente sobre la ceniza. El agua disuelve los álcalis que hay en la ceniza, se filtran a través de la ropa y se limpian. El agua o lejía que sale del colador se recoge, se calienta de nuevo y se vierte otra vez sobre la ceniza. La operación se repite durante diez, doce o más horas, según la cantidad de ropa, su clase, la suciedad que tuviere, etc. Después se saca la ropa, se aclara o lava en agua limpia y corriente, y se la seca al sol.

(“LA NIÑA INSTRUIDA: Fisiología e higiene aplicada a la economía, medicina y farmacia domésticas para su lectura en colegios de niñas” de Victoriano F. Ascarza, 1927)

Lo dicho. Nada que ver con “hacer la colada”. Y ya el didacta Ascarza debía haber pensado cómo animar a tan dura empresa y avisaba a las “niñas instruidas” que “la suciedad trae enfermedades, hace huir al marido y al padre de casa y atrae la desdicha”. Pues eso. Y aunque la primera lavadora -o lo que más se asemejaba- ya había sido inventada en el año 1691 por el ingeniero John Tyzacke y algo más tarde en 1779 le seguía la primera escurridora diseñada por George Jee, lavar la ropa durante siglos fue sinónimo de dejarse la piel.

Si aún hoy en día en algunos pueblos rurales se puede ver a mujeres refregando la ropa en las viejas losas de los lavaderos, puede que sea por cierta nostalgia, pero sobre todo hay un argumento práctico: Ningún programa de lavadora y ningún detergente dan una primera limpieza a la ropa sufrida en el campo como un lavado a mano. “Además, con esta ropa tan sucia, me rompería la lavadora”, explica una de las asiduas a las técnicas tradicionales. Y añade: “Luego va a la lavadora.”

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Aunque queden unas pocas defensoras del lavado a lavadero, ya hace tiempo que mucha agua pasa por ellos sin ser usada. Muchos se han perdido con el tiempo o han sido destruidos. Otros han sido restaurados y algunos han tenido que ser vallados para protegerlos porque por lo visto no todos entienden que los lavaderos son de los testigos más sabios de los pueblos.

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Allium a la vista

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Es una presa fácil. Siempre aparece en grupos, donde hay uno habrá más y además no se camufla en absoluto. sharíquaHablamos del Allium ampeloprasum, alias ajipuerro, que estos días crece en estado salvaje en campos soleados y con buena tierra. Después de las lluvias otoñales está sacando sus fuertes y largas hojas verdes por encima del resto de la vegetación más bien en estado invernal. Es una “caza campestre” sumamente sana y – si cabe – aún más deliciosa.

Con su suave sabor a ajo y cebolla es el ingrediente ideal para un revuelto o una ensalada de invierno, la base perfecta para una crema, un acompañante genial de otras verduras o setas.  Así que no extraña que se haya ganado el apodo de “espárrago del pobre”. Y sabiendo sharíquaque hasta las bonitas flores lilas que pintan el verano más exótico son comestibles…

Y encima  Allium ampeloprasum sabe hacer aún más cosas. Se dice que ayuda al metabolismo, remedia la arteriosclerosis, protege ante infartos y anima la digestión. Machacado se usaba hasta para calmar picotazos de mosquitos y avispas.

¿Lo mejor de todo? No desaparecerá de los campos hasta bien entrada la primavera. Hmmmm, cuántas sopitas, tortillas…

Ya vamos

Quién  hubiera dicho que esperaríamos este momento con tanta inquietud: Empieza la campaña de la oliva 2010, abre la almazara de Jérica y como mínimo durante dos semanas los tractores, el olor a aceituna y el ir y venir del campo determinarán muchas vidas.

No es que tengamos muchos olivos, y los que tenemos tampoco son de los más productivos. Sin embargo, nos hemos enganchado…  Enganchado a la vida del campo. Y eso, cuando todo empezó bien distinto.  Nuestra finca y con ella los olivos habían estado más de 20 años sin cuidar y cuando aterrizamos nosotros, expertos en la materia nos decían:  “¡¡¡Estos árboles necesitan una poda radical!!  Y luego ya veremos.”  Parecía una sentencia con fatales consecuencias.

Es que hay que saber que una poda radical hecha por un hombre del campo es un espanto.  Al final no quedará nada, y también nuestros olivos parecían haberse quedado sin aliento, sin alma, sin defensas.  De ramas y hojas, mejor ni hablamos.  Así que decidimos: Nunca más, de poda nada, a partir de ahora que crezcan y si no hay olivas, no hay.

De eso hace ahora cinco años.  Ya no contratamos podas, no, las hacemos nosotros. Nos sigue encantando como se recuperan y crecen los olivos, pero también nos encanta cada oliva que producen.  Después de la poda, ya en mayo, cuando sacan sus flores miramos – con más interés que conocimiento – si la cosa va bien.  Cuando en verano aparecen unos frutos minimalistas, también seguimos el proceso con la misma cara de entendidos y comentarios al cuento. Y finalmente, cuando las aceitunas ya han cambiado de verde a un brillante negro, llega el gran momento:  Abre la almazara.

No hay que esperar más:  Manos a los olivos.  Ya os contaremos cómo nos ha ido la cosecha.  Y, desde luego, os hablaremos de ese aceite de oliva virgen tan especial que se produce en Jérica y en todo el Alto Palancia.

Debilidades

Cuando uno tiene una debilidad por algo, lo mejor es reconocerlo. Ya sabéis que una de las nuestras son los calabacines, que este verano nos sobresaltaron con una super-cosecha. Pero no os lo hemos dicho todo. Hay más. No sólo son los calabacines, también las calabazas. Este año las tenemos de todas las formas, colores y tamaños.

Y estamos encantados.

Todo empezó con un campo nuevo y exclusivo para la reina “cucurbita L.”, un campo que Vicente durante días y días había arrebatado a las hierbas, gramíneas y arbustos que ahí habían acampado a sus anchas. A partir de mayo ya fue terreno exclusivo “calabacero” y empezaron a correr y expandirse por ahí las Stripetti y Red Turban, Alladin y Honey Bear, Kamo Kamo y Butternut, African Smaragd y Patisson. No todas crecieron bien, hay que reconocerlo. Black Futsu por ejemplo no fue vista ni siquiera. Y tampoco hemos batido el record mundial, que en estos momentos lo sustenta una calabaza que ronda los 500 kilogramos. Pero las calabazas que crecieron en Sharíqua no defraudaron ni en colores ni en sus formas redondas, ovaladas y hasta extravagantes.

¿Por qué parece que queremos más a las calabazas que a sus parientes pequeños, los calabacines? Fácil. “Cucurbita L.” no sólo es sumamente atractiva, un encanto para los ojos donde esté, también es una de las verduras más duraderas. Le sobra con un rinconcito algo resguardado del sol y de la lluvia y sin problemas pasa todo el invierno esperando qué va a ser de ella. Y ahí se ofrecen un sinfín de destinos: tartas y tortas, pucheros y panes, cremas y quiches, postres, mermeladas…

Una de las recetas que en nuestra cocina-calabacera nunca falta – ni falla – es Mermelada de Calabaza con Guindilla. Un verdadero “despertador” matutino durante el desayuno y un acompañante perfecto para el queso. ¿Lo queréis probar? Los ingredientes están en “Sharíqua presenta”.

Mermelada de Calabaza con Guindilla

¿Problemas para abrir los ojos incluso aún durante el desayuno? ¿Afición por los quesos gratinados con algún acompañante dulzón? ¿Debilidad por los picantes? Pues aquí tenéis lo que siempre habéis querido probar pero no os habéis atrevido… Mermelada de Calabaza con Guindilla.

Necesitáis los siguientes ingredientes:

1 kg de calabaza
900 g de azúcar
¼ l zumo de manzana
1 limón
2 anís estrellado
1 rama de canela
5 guindillas secas o 2-3 guindillas frescas

Trocear la calabaza y mezclarla con el zumo de manzana y el azúcar. Llevar a ebullición y añadir el zumo del limón, la cáscara de limón rallada, el anís estrellado, la canela y las guindillas secas (¡¡quitar las pepitas!!). Si usáis guindilla fresca, añadirla hacía el final, cortada y quitadas las pepitas.

La calabaza tiene que hervir entre 10 y 20 minutos, dependiendo del tipo de calabaza y el contenido de agua. No olvidéis moverla de vez en cuando, se pega facilmente.

Para hacer la prueba si ya está bastante espesa, meter unas gotas en un plato recién sacado de la nevera. Si ya no “corre”, está perfecta.

En su caso, añadir las guindillas frescas, sacar el resto de las especias y pasar por la trituradora. Envasar enseguida y dejar enfriar la mermelada en los botes boca abajo.

En Búsqueda del Boletus

Estos días no sólo los agricultores están mirando al cielo. También todos los que están ansiando la nueva temporada de recolección de setas esperan alguna que otra lluvia otoñal para que los reyes del bosque salgan a la luz.

En nuestro pueblo ya se atreven a buscar los primeros ejemplares de rebollón & Co.: El 2 de octubre se celebran las “I. Jornadas Micológicas de Jérica”, organizadas por la Asociación Gastronómica Cantharellus y la Sociedad Micológica Valenciana.

Por la mañana habrá recolección de setas y una exposición micológica, después de una comida, por la tarde, se ofrece una “Charla Iniciación a la Micología y Gastronomía micológica” por parte del presidente de la Sociedad Micológica Valenciana, José Álvarez Tamarit. El programa está publicada en www.somival.org (actividades 2010).

¿Demasiado tarde para apuntarse? Ningún problema. Las siguientes jornadas con salida al monte y recolección supervisada ya están a la vista: El 31 de octubre es Segorbe quien quiere dedicarse al mundo de la micología. Las inscripciones se hacen en la Concejalía de Medio Ambiente, Tel. 964 132 148.

Y si os esperáis un poco, os prometemos lo siguiente: Cuando nosotros hayamos divisado el primer “fungi” comestible por el Alto Palancia, ya os contaremos por que bosques bonitos tenéis que perderos en búsqueda del boletus.