Faena de fuertes féminas

 

Foto Carlos Sarthou
Foto: Carlos Sarthou. Archivo: Vicente Asensio Hervas

Es uno de los lugares donde las paredes -o los techos, o el cielo- han oído mucho, muchísimo. Y esto desde hace siglos. Los lavaderos pertenecen a la historia de los pueblos y sobre todo a la de las mujeres. Desde antaño, y en algunos lugares hasta hoy en día, no sólo han servido para lavar la ropa y los trastos voluminosos, sino también durante mucho tiempo fueron un importante lugar de encuentro para las mujeres. El centro cívico femenino donde sobre todo se trabajaba muy, muy duro, pero también se disfrutaba de la compañía de las demás, se charlaba, se intercambiaban las últimas novedades del pueblo, se buscaba y se daba consejos. Se reía, se comía, se cantaba…, en fin, todo lo que puede ocurrir a lo largo de un día. Porque a menudo las coladas duraban horas y horas…

Si la Real Academia define lavadero como “lugar utilizado habitualmente para lavar” bien hace, porque no siempre se trataba de un sitio especialmente adecuado. A menudo era el propio río o arroyo que pasaba por el pueblo, la acequia, un pozo o una fuente que sirvieron para emplearse a fondo contra polvo, manchas, grasa y demás. 

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A este pequeño mundo las mujeres solían venir cargadas no sólo con ropa sucia. También había que traer el jabón hecho en casa con sosa y grasa, cepillos y hasta raspadores. Y ya empezaba la ardua faena de restregar, enjuagar, enjabonar, frotar, clarear, retorcer, escurrir… Para blanquear la ropa, a veces se enjabonaba y se colgaba al sol durante todo un día para luego aclararla. Pero no siempre con este proceso se lograba el resultado esperado y entonces tocaba una faena aún más agotadora: la colada. Y es que aunque hoy se habla de “hacer la colada” como si de un simple lavado se tratara, originariamente “colar la ropa” significaba otra labor bien distinta.

Para limpiar y blanquear la ropa se aprovechaba la ceniza y su efecto “lejía”. Un proceso que era llevado a cabo en casa y para el cual se precisaba de muchas manos ayudando y de un coladero en forma de cesto de mimbre, cuba, tinaja, tina de piedra o incluso de un tronco de madera vaciado. Una faena fatigosa que en un libro de escuela para niñas de principios del siglo pasado se describía así:

La colada se hace, ordinariamente, como sigue: en un colador (generalmente una cuba de madera), con un agujero lateral cerca del fondo, se pone la ropa, pieza por pieza, lo más extendida posible. Se cubre la tapa o boca del colador con un lienzo fuerte y sin agujeros, y sobre ese lienzo se pone ceniza vegetal reciente y limpia de carbón. Entonces se echa agua caliente sobre la ceniza. El agua disuelve los álcalis que hay en la ceniza, se filtran a través de la ropa y se limpian. El agua o lejía que sale del colador se recoge, se calienta de nuevo y se vierte otra vez sobre la ceniza. La operación se repite durante diez, doce o más horas, según la cantidad de ropa, su clase, la suciedad que tuviere, etc. Después se saca la ropa, se aclara o lava en agua limpia y corriente, y se la seca al sol.

(“LA NIÑA INSTRUIDA: Fisiología e higiene aplicada a la economía, medicina y farmacia domésticas para su lectura en colegios de niñas” de Victoriano F. Ascarza, 1927)

Lo dicho. Nada que ver con “hacer la colada”. Y ya el didacta Ascarza debía haber pensado cómo animar a tan dura empresa y avisaba a las “niñas instruidas” que “la suciedad trae enfermedades, hace huir al marido y al padre de casa y atrae la desdicha”. Pues eso. Y aunque la primera lavadora -o lo que más se asemejaba- ya había sido inventada en el año 1691 por el ingeniero John Tyzacke y algo más tarde en 1779 le seguía la primera escurridora diseñada por George Jee, lavar la ropa durante siglos fue sinónimo de dejarse la piel.

Si aún hoy en día en algunos pueblos rurales se puede ver a mujeres refregando la ropa en las viejas losas de los lavaderos, puede que sea por cierta nostalgia, pero sobre todo hay un argumento práctico: Ningún programa de lavadora y ningún detergente dan una primera limpieza a la ropa sufrida en el campo como un lavado a mano. “Además, con esta ropa tan sucia, me rompería la lavadora”, explica una de las asiduas a las técnicas tradicionales. Y añade: “Luego va a la lavadora.”

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Aunque queden unas pocas defensoras del lavado a lavadero, ya hace tiempo que mucha agua pasa por ellos sin ser usada. Muchos se han perdido con el tiempo o han sido destruidos. Otros han sido restaurados y algunos han tenido que ser vallados para protegerlos porque por lo visto no todos entienden que los lavaderos son de los testigos más sabios de los pueblos.

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Invierno…hivern…winter

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Invierno, una estación que no sólo despierta emociones agridulces, más de uno siente un verdadero amor-odio hacía estos meses del año. Una relación ambigua causada por dilemas cotidianos con difícil solución. Viene la primera nevada -¡genial!- pero con ella también un frío que pela… Apetece pasar largas horas al lado de la chimenea -¡perfecto!- pero hay que cortar un montón de leña… Disfrutamos de impresionantes amaneceres y atardeceres -¡qué bonito!- pero oscurece tan temprano… ¡¡Aaayyy!!

Normal que el invierno levante pasiones, discusiones, discrepancias. Pero tiene muchas caras bonitas de las que muy poco se habla. Es la estación que trae el silencio, la naturaleza dormida, el desnudo de los árboles y con ello nos descubre paisajes fluviales o rincones normalmente escondidos. Son días con un aire cristalino y un cielo despejado que abre nuevos horizontes. Días para disfrutar de paseos por calles desiertas, impregnadas con el olor a estufa encendida. Es tiempo para asombrarse ante una pequeña flor intrépida y brotes esperando su gran momento. En fin, es la estación para disfrutar de un ritmo ralentizado llena de infinitos detalles.

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Cucurbita Coco

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Lo confieso. Es mi verdura preferida. La quiero desde el momento en que el plantón se abre paso y se casa rural shariquaasoma al mundo aún con la semilla puesta como sombrero. Una vez trasplantada en la huerta, ya no hay quien la frene. La calabaza se abre camino, cruza medio bancal, sube a árboles y se enreda con sus vecinos. Cada mañana sus flores de un amarillo brillante compiten con el azul del cielo y alegran la vista a cualquiera. Cuando finalmente empiezan a crecer los frutos, cada día es una vivencia. No sólo por la rapidez con que estos representantes de “cucurbita” casa rural shariquaparecen duplicar su volumen por momentos. También la gran variedad de colores, formas y detalles que sacan a la luz, te deja asombrado.

Y parece mentira que con todas estas cualidades haya sido la gran olvidada durante tanto tiempo. Hace casa rural shariquatan sólo unos años “cucurbita” reconquistó su merecido sitio en la gastronomía. Desde entonces vive un renacimiento sin precedentes, no sólo es requerida en forma de sopa, guiso, gratinado, pastel, pudin o soufflé en los hogares sino también hasta en restaurantes “estrellas”. Es una “todoterreno” que permite múltiples preparaciones. Y es una verdura con aguante. Calabazas enteras pueden conservarse durante meses, una vez abiertas se pueden guardar muchos días en la nevera o -sabiendo que algunas de ellas son auténticas pesos pesados- congelarlas hasta posterior uso.

Y no sólo en la cocina es una verdura que inspira. A parte del conocido favor que presta para convertirse en una iluminada bola del terror para Halloween o lo bien que queda como deco otoñal, también pica a los propios agricultores. Buscan el nuevo récord de la calabaza más grande del mundo, un concurso cada año muy disputado y que actualmente se sostiene en el máximo de 1054.01 kg. Un ejemplar gigante que desde luego no serviría para competir en otro de los concursos-cucurbita: el lanzamiento de calabazas. Un evento estadounidense durante el cual los lanzadores se ayudan de catapultas hechas a mano -algunas de ellas más bien verdaderos cañones- que han permitido un “disparo” de 1324,8 metros…

Pero antes de llegar a estos extremos, ¿qué tal con una mermelada de calabaza con coco? Aquí vienen los ingredientes para esta tentación dulce y cremosa:casa rural shariqua

– 1 kg de calabaza
– 1 bote de leche de coco
– unas gotas de zumo de limón
– 200 g de coco rallado
– 700 g de azúcar

Se pela la calabaza cortándola en trozos pequeños. Meterlos junto con la leche de coco en un cazo y poner a calentar. Mover frecuentemente para que no se pegue y dejar hervir lentamente hasta que la calabaza esté blanda. Pasar por el triturador y añadir el zumo de limón y el azúcar. Volver a calentar y dejar hervir unos 10-15 minutos. Al final añadir el coco rallado previamente tostado un minuto en una sartén sin aceite. Poner la mermelada en botes bien esterilizados, dejar reposar boqui abajo unos 10 minutos y listo.

 

Arriba y abajo

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arteas5_casa rural shariqua arteas_casa rural shariquaDe momento ninguna empresa de productos de limpieza se ha fijado en ellos. Tampoco García Berlanga se interesó en su día para rodar su serie de rivalidades pueblerinas en este enclave altopalantino. Pero tanto Arteas de Arriba como la vecina Arteas de Abajo no sólo hubieran dado la talla como plató televisivo-publicitario, sino que cualquiera se hubiera enamorado de este precioso rinconcito en tierras de Bejís. Un rincón olvidado que invita a dar un paseo entre las dos aldeas, a disfrutar del silencio y la vida rural en esencia pura.

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Hay un breve paseo de unos 15 minutos por el campo entre estas dos aldeas de Bejís. Para alargarlo un poco y convertirlo en circular, desde Arteas de Abajo se puede disfrutar del sendero local “Fuentes de Arteas” entre las dos aldeas o subir por la carretera -sin tener que temer encontrarse con un sólo coche- y entrar por la parte del río Canales a Arteas de Arriba. Es la zona alta del pueblecito, predominada por una gran chopera y una peculiar fuente que bien distingue entre los chorros de agua fresca para humanos y los del ganado. Al lado, un bonito lavadero hace pensar que en un concurso por la paella más brillante quizás los de arriba hubieran partido con ventaja, pero también los de abajo -como luego se verá- no deben temer quedar mal. Ellos no sólo presumen de otro lavadero bien bonito, sino también de una pequeña ermita.

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Las Arteas son sinónimo de aire puro, tranquilidad, arquitectura rural con vistosa piedra roja, viejos pajares y un par de casas bien restauradas. Encontrarse con un aldeano, sin embargo, parece algo inverosímil, más en invierno cuando por estas tierras que rozan los 1.000 metros de altura la mínima racha de viento se hace sentir como un soplo del ártico. Un lugar en el que se sienten a gusto los enebros y cipreses, convertidos en los reyes del paisaje. Un lugar donde en Arteas de Arriba se acaba la carretera y sólo deja opción de seguir andando, esta vez por el GR en dirección Collado de la Salada, o, una vez puestos, hasta el Estrecho de Gibraltar.

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